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Foto del escritorDamián Martino

«La libertad humana consiste en que Dios Padre ha creado a cada ser confiriéndole dignidad dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. “Quiso Dios dejar al hombre en manos de su propia decisión, de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz iluminación.  El hombre es luz y amor y, por ello, semejante a Dios Padre, fue creado libre y dueño de sus actos.”  La libertad del hombre es finita y falible.  De hecho, el hombre erró cuando decidió libremente.  Al rechazar el proyecto del amor de Dios Padre, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo de La Oscuridad eligiendo diversos amos en sus caminos.  A decir verdad, esta primera esclavitud engendró una multitud de esclavitudes adyacentes que, lentamente, buscaron destituir al amor.  La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad.  Al apartarse de la ley del amor, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la unidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina.  “La verdad nos hace libres.”  El Espíritu Divino nos ha sido dado y, cómo enseña nuestra propia alma, “donde está el Espíritu, allí está la libertad y allí está Dios.”  Entonces, ya, desde ahora, desde este inmenso presente, nos gloriamos de la libertad de los hijos de Dios cuando con el corazón deciden.

Es así que la gracia no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando esta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios Padre ha puesto en el corazón del hombre.  Al contrario, como lo atestigua la experiencia espiritual, a medida que somos más dóciles a los impulsos divinos, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones del mundo exterior.  Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Divino nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra de luz en el mundo.  Por esto las almas son signadas con la luz, para que sean libres en el amor perfecto.  Tales almas son siempre aficionadas a dar más que a recibir, y aún con el mismo Dios Padre les acaece esto.  Y esta afición merece el nombre de amor.  No hay alguien que no ame, pero lo que interesa es cuál es el objeto de su amor, pues no se nos dice que amemos, sino que elijamos a quién amar.

El amor ilumina el corazón.  No dejan huella en el alma las buenas costumbres, sino los buenos amores, porque es característico del amor ir transformando al Amante en el Amado.  Por lo cual, si amamos lo vil y oscuro, nos convertimos en viles e inseguros, pero si amamos a Dios Padre, nos divinizaremos, porque el que se une al Que más nos Ama, se hace un solo espíritu con él y prueba de su alma el dulce néctar de sus flores.  Hay más amistad sincera en amar que en ser amado.  Todo amor, desde el momento en que es auténtico, puro y desinteresado, lleva en sí mismo su justificación.  Amar es un derecho inalienable de la persona, incluso, habría que decir, sobre todo, cuando el Amado es Dios Padre.  El amor basta por sí solo, satisface por sí solo y a causa de sí.  Su mérito y su premio se identifican con él mismo.  El amor no requiere otro motivo fuera de él mismo, ni tampoco ningún provecho, su fruto consiste en su misma práctica.  Amo porque amo, amo para amar.  Gran cosa es el amor, con tal de que recurra a su principio y origen, con tal de que vuelva siempre a su Fuente y sea una continua emanación de la misma.  Esto es en verdad el amor: obedecer y creer al que se ama.  El conocimiento es causa del amor por la misma razón por la que lo es el bien, que no puede ser amado si no es conocido.  Entonces, porque te conozco te amo.  El amor es unitivo.

El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio.  El amor reviste de gran dignidad al hombre, porque el peso de cada ser, únicamente, es el amor.  No es el amor pasional y sensible, sino el amor que viene de Dios Padre, el que afianza las buenas relaciones entre los seres.  El amor que tiene por motivo el brillo del alma es firme, inquebrantable e indestructible.  Nada, ni las calumnias, ni los peligros, ni la muerte ni cosa semejante será capaz de arrancarlo del alma.  Quien así ama, aun cuando tenga que sufrir cuanto se requiera, no dejará nunca de amar si mira el motivo por el cual ama.  De hecho, el que ama por ser amado terminará con su amor apenas sufra algo desagradable, pero quien está unido a La Luz jamás se apartará de ese amor.  Amor solo produce amor, de modo que, donde esté ausente, siémbralo y cosecharás amor abundante y creciente.  De todos los movimientos del alma, de sus sentimientos y de sus afectos, el amor es el único que permite a los seres responder a su Padre de semejante a semejante.  Esto es lo primero en la intención del Amante: que sea correspondido por el Amado.  A esto tienden, en efecto, todos los esfuerzos del Amante, atrayendo hacia sí el amor del Amado, y si esto no ocurriese, será preciso que el amor se disuelva comprendiendo al amor de una forma diferente.  “Amar es querer el bien para alguien” y siendo esto así, el movimiento del amor tiene dos términos: el bien que se quiere para alguien y ese alguien para quien se quiere el bien.

Nada hay que mueva tanto a amar como lo hace el alma, ya sea, de parte de la persona amada y de aquel que ama y desea, en gran manera, verse correspondido.  Dicho esto, el verdadero amor crece con las dificultades, mientras que el falso se apaga.  Por experiencia, sabemos que, cuando soportamos pruebas difíciles por alguien a quien amamos, no se derrumba el amor, contrariamente, crece.  Aguas torrenciales no pueden apagar el amor, dado que este es el fuego eterno que nace y vive en el alma.  Y así los seres, que soportan por Dios Padre las contrariedades, se afianzan en su amor por ello.  No es posible separar el amor del dolor ni el dolor del amor, por esto, el alma enamorada se alegra en sus dolores y se regocija en su amor doliente, porque el amor se adquiere en la fatiga espiritual.  El amor crece en nosotros y se desarrolla también entre las contradicciones y entre las resistencias que se le oponen desde el interior de cada uno de nosotros y, a la vez, entre las múltiples fuerzas que le son extrañas e, incluso, hostiles.  No puede llamarse feliz quien no tiene lo que ama, sea lo que fuere, ni el que tiene lo que ama si es motivo de males, ni el que no ama lo que tiene, aún cuando sea lo mejor, dado que el amor conduce a la felicidad.  Solo a los que lo tienen se les promete la bienaventuranza eterna.  Por ello, sin él, todo lo demás, resulta insuficiente.

El amor produce en cada ser la perfecta alegría.  En efecto, solo disfruta de verdad el que vive en amor y cuanto más amo, me hace sentir más deseos de amar.  La fuerza del amor no mide las posibilidades, ignora las fronteras, no discierne, no reflexiona, no conoce razones.  El amor no se resigna ante la imposibilidad, no se intimida ante ninguna dificultad.  El que alguien nos ame hace que nosotros esperemos en él, sin embargo, el amor a él es causado por la esperanza que en él tenemos.  Gran verdad es esta, cuando veo cómo se te contempla, Amada Verdad, con gran esperanza, dado que en ti nuestro Padre nos mostrará el verdadero camino hacia Los Cielos.

Entonces, el amor a Dios Padre es el amor por excelencia.  Es, como he dicho, amor sin interés propio, todo lo que desea y quiere es ver al alma que ama rica de los bienes del Cielo.  Esta sí es luz, no falsos amores desastrosos, de los cuales nosotros debemos librarnos para no caer en la tentación de pensar que amamos cuando no lo hacemos.  El fingimiento el amor no corresponde al amor verdadero.  La humanidad está llena de falsos amores que encadenan al hombre desde El Origen, por ello, la humildad es necesaria para amar.  Cuánto más vacíos estamos de la soberbia, más llenos estaremos de amor.  Entonces, solo el amor verdadero construye, sin embargo, penosamente, cada uno de los hombres vive entre el amor y el odio.  Si no acepta el amor, el odio encontrará fácil acceso a su corazón y comenzará a invadirlo cada vez más, trayendo frutos mucho más venenosos.  No se puede edificar sin amor, no se puede levantar la Unidad sin amor, entonces, amar es un requisito y una prueba de unidad fehaciente.»

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«Dicen que el discípulo no es más que su maestro, si bien cuando termine su aprendizaje será como él.  Los que en la Tierra van contigo, Hijo del Padre, están destinados a ser guías y maestros espirituales.  Deben, pues, dar prueba más que los demás, de un amor sobresaliente y sincero, estar familiarizados con la manera de vivir según el Espíritu y acostumbrarse a practicar la dulzura y toda bondad.  Deben transmitir la verdad después de haberla contemplado ellos mismos y haber dejado que La Luz Divina iluminara con precisión sus almas.  A decir verdad, sin ella, serían ciegos conduciendo a otros ciegos, porque los que están sumergidos en las tinieblas no pueden conducir a la verdad a los hombres que son víctimas de la misma oscuridad que les nace del corazón.  Por otra parte, no querrían que cayeran todos juntos en el mismo error, el de competir para saber quién es más sabio o poderoso, porque así solo elegirán nuevos maestros del engaño y estarían alejándose del amor verdadero.  Por esto, el Señor ha querido frenar la pendiente que conduce a la jactancia que se encuentra en tanta gente y disuadirlos de querer rivalizar con sus maestros para llegar a tener más reputación que estos.  Les dijo: “El discípulo no es más que su maestro.  Aunque algunos llegaran a un grado de virtud igual a sus predecesores, deberían, sobre todo, imitar su modestia.  Siendo así, ¿por qué juzgan cuando el Maestro todavía no los ha juzgado?  Porque él no vino al mundo para juzgarlo, sino para iluminarlo con el amor de su alma.  Si yo no juzgo, dice Jesús, tampoco juzgues tú que eres mi discípulo, tal como tú lo haces.”

Por ello, en el amor divino y sagrado, toda la Trilogía Divina ha hecho al hombre según su semejanza. Por el poder creador se asemeja al Padre, por la inteligencia y sabiduría, se asemeja al Hijo, por el amor se asemeja al Espíritu.  En La Creación el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios Padre.  Imagen en el conocimiento de la verdad y semejanza en el amor de la virtud.  La luz del rostro de Dios Padre es, pues, la gracia que nos justifica y que revela la imagen pura creada.  Esta luz constituye todo el bien del hombre, su verdadero baluarte y más preciado tesoro, el sello que nos marca como suyos e inalterables inculcándonos y recordándonos la Pertenencia Divina.  Por eso, devuélvanle a Dios Padre vuestra alma revestida y señalada con la luz de su rostro, tal cual él la ha imaginado desde El Principio.»

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«La fuerza del alma está en sus poderes, en sus pasiones y en sus facultades.  Si la voluntad las dirige hacia Dios Padre y las mantiene alejadas de todo lo que no es de Dios Padre, el alma guarda toda su fuerza para Dios, pues ama verdaderamente tanto como puede, del mismo modo, como el Señor lo manda.  Buscarse a sí mismo en Dios, es buscar las dulzuras y las consolaciones de Dios, mas esto es contrario al amor puro de él, puesto que es un gran mal tener presente los bienes más que a Dios mismo.  Hay muchos que buscan en Dios sus consuelos y en sus anhelos.  Hay quienes desean que su Majestad los llene de sus favores y sus dones, pero el número de los que pretenden complacerlo y darle alguna cosa en nombre de un amor agradecido, son muy pocos.

De hecho, hay muy pocos hombres espirituales, incluso, entre los que uno piensa que están muy adelante en esta virtud, en quienes creen que consiguen una perfecta determinación para realizar el bien.  Sin embargo, estos son quienes jamás logran brillar enteramente sobre el mundo, procurando amar solo lo que se dirá o se pensará de ellos, cuando, en realidad, se trata de cumplir por puro amor a Dios Padre las obras de perfección y de desprendimiento.  El que no quiere ni ama a Dios, solo anda en tinieblas, pobre y privado de luz que pueda revelarse ante sus propios ojos.  El alma, que en medio de las sequedades y abandonos conserva siempre su atención y su solicitud en servir a Dios Padre, podrá sentir pena y temor de no llegar al fin, pero, en realidad, ofrecerá a su Creador un sacrificio de un muy agradable sentir, pues haciendo esto, estará entregándole su propio espíritu.»

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